Con la armadura puesta, para aguantar los golpes y la espada
empuñada, para defenderte de la locura, me presenté en aquella familiar prisión
de pijamas azules y batas blancas. Había pasado mucho tiempo, pero aquellas
rejas descascarilladas seguían escondiendo el infierno de la mente.
Aquella mañana yo iba vestida de rojo y azul, pero tú me veías muy guapa de gris. Tus palabras, tus visiones y tu ausencia de ti, apretaban el nudo de mi corazón hasta estrangular lo poco que quedaba de mí. De mí. De ti. De nosotros.
Sola, por primera vez desde que existes, me adentré en tu
mundo de soledad, tortura, pánico y confusión. Sentí tanto miedo que estuve a punto de
tropezar y caerme en tu pozo, pero no podía ser porque yo debía permanecer
arriba con la mano extendida, por si decidías agarrarte a ella. Pero no fue
así. No.
Ahora ya no sé cuántos segundos han pasado desde aquel día. Desde que busco tu mirada en tus ojos o llamo a los ángeles para que me devuelvan tu sonrisa. La sonrisa más bonita del mundo. Pero no temas, me quedaré aquí, vigilando el vínculo que construimos con todo lo que hemos superado juntos, la Ley del Cariño, las risas en mitad de los huracanes, nuestra complicidad de madrugada y la solidez del nosotros.
Crearé cosas preciosas para compartirlas contigo cuando vuelvas. Me limpiaré del odio a todo aquello que una vez te hizo daño y prepararé un camino de espejos para que puedas verte tal y como eres en realidad: inmenso, fuerte, valiente, poderoso, bueno, brillante, hombre, niño… Así no lo volverás a olvidar. También llenaré el mundo de luces para que no pueda atacarte la oscuridad nunca más ¡Nunca más! Y seguiré diciéndote que te quiero, pequeño, a ver sí una de esas veces me oyes, me escuchas y regresas.
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